Kay Ochi todavía recuerda el pequeño sobre marrón que su familia recibió del Departamento de Justicia de Estados Unidos hace más de 30 años. Parecía ser un correo oficial más de la Administración con un sello de Washington DC. Pero dentro había una carta impresa firmada por el presidente George Bush padre y dos cheques por valor de 20.000 dólares (más de 18.600 euros), uno por cada uno de sus progenitores.

Sus padres estaban entre los 82.000 estadounidenses japoneses que recibieron una indemnización a modo de reparación por haber sido internados en campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, supuestamente por cuestiones de seguridad nacional, en uno de los capítulos más oscuros de la historia moderna de EEUU.

Los pagos eran la culminación de un movimiento –dirigido por los sansei o tercera generación de estadounidenses japonenes como Ochi– que había luchado duramente a lo largo de 20 años para hacer justicia para sus mayores.

Los padres de Ochi necesitaban el dinero –su encarcelación había estancado sus carreras– y lo utilizaron para un nuevo tejado, la renovación de su cocina y luego compartieron una parte con sus cuatro hijas. Pero se trataba de algo más que dinero. “Fue un reconocimiento hacia nosotros”, dice Ochi, una mujer de 76 años en la actualidad. “Comenzó a librarnos del peso que hemos llevado la mayoría de nosotros”, cuenta.

Los cheques convirtieron a los estadounidenses japoneses en el único grupo étnico que ha obtenido una reparación por parte del Gobierno de EEUU. Ahora, décadas después, su triunfo está ganando nuevamente peso con la lucha de los estadounidenses negros por obtener su propia reparación histórica.

Hay propuestas en marcha en todo EEUU para compensar a los descendientes de los esclavos por los daños y por la discriminación que todavía perduran. La iniciativa más destacable viene de California, donde un grupo de trabajo pionero recomendó recientemente pedir perdón formalmente realizar pagos en efectivo a los descendientes de las personas esclavizadas y otras medidas para abordar la discriminación actual. Pero esos esfuerzos han provocado también la ruidosa reacción de sus oponentes y se enfrentan a una larga batalla para conseguir el apoyo de la ciudadanía y de los políticos.

Muchos veteranos del movimiento de estadounidenses japoneses por la reparación están volviendo a la lucha para resarcir los daños. Una vez más, dicen, es lo correcto. Y es una cuestión de reciprocidad: el movimiento de los estadounidenses japoneses se inspiró especialmente en el movimiento por los derechos civiles y hubo congresistas negros que fueron aliados clave para convencer al Gobierno de que los apoyara.

Estos activistas aportan un mensaje poco habitual al movimiento, un mensaje de esperanza. “Se puede señalar, se puede usar la experiencia de los estadounidenses japonenes para demostrar que las reparaciones [históricas] son posibles”, sostiene Ochi. “Ha pasado aquí. Es posible y es necesario”.

Aunque ahora es bien conocida la historia de lo que les sucedió a los estadounidenses japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, apenas se habló de ella durante décadas.

Como muchos de su generación, June Hibino creció oyendo a sus padres mencionar solo brevemente los campos de concentración. Estaban entre las 120.000 personas descendientes de japoneses en la costa oeste de EEUU a las que acorralaron y metieron en campos de concentración que abarcaban desde California hasta Arkansas bajo acusaciones de espionaje y deslealtad. Muchos supervivientes preferían no hablar de su traumática experiencia y los padres, a menudo, querían proteger a sus hijos del racismo que ellos experimentaron.

Fue el movimiento por la reparación histórica lo que arrojó algo de luz sobre esta atrocidad para su gente y para la nación entera.

Los esfuerzos en busca de una reparación comenzaron en los años 70 del siglo pasado, cuando la Liga Ciudadana de Japoneses Americanos (JACL, por sus siglas en inglés) pidió una ley que enmendara el daño sufrido por los encarcelados durante la guerra. Pero no fue hasta principios de los años 80 cuando cientos de supervivientes y sus familiares testificaron por todo el país en distintas vistas de una comisión federal dando fuerza al movimiento.

Involucrarse en el movimiento por la reparación años después de la universidad llevó a Hibino a hablar por fin con sus padres sobre lo que les pasó a ellos. Después testificó en su nombre en una vista de la comisión en agosto de 1981 en el Golden Gate College de San Francisco.

Habló de la cosecha echada a perder en su granja familiar; de su padre, a quien forzaron a interrumpir sus estudios en la Universidad de California (Berkeley) y nunca pudo retomarlos; y de su abuela, que enfermó por una infección un par de meses después de su encarcelación y murió sola en el hospital porque el Gobierno no permitió que su familia la visitara en el lecho de muerte. Y habló del racismo al que ella se seguía enfrentando como parte de la tercera generación de estadounidenses japoneses.

“Para mis padres, para mi gente, pido una compensación monetaria”, dijo entonces. “Y como una sansei, pido que se saque a la luz la verdad para que todo el mundo la conozca. Tenemos derecho a la reparación y va con 40 años de retraso. Cualquier otra cosa no sería más que un regalito y una tapadera [para ocultar lo sucedido]”, expuso.

Cuenta cómo quienes escuchaban estaban al borde de sus asientos, mientras los supervivientes hablaban de cosas que ni siquiera habían compartido con sus propias familias. “La gente rompía a llorar”, relata Hibino, de 70 años, a The Guardian. «Otros estaban tan enfadados que golpeaban la mesa porque al fin les permitían decir lo que les había pasado», asegura.

Ochi, miembro de la Coalición Nacional para el Resarcimiento y la Reparación (NCRR), uno de los mayores grupos de presión de estadounidenses japoneses que trabajan por la reparación, recuerda no dar crédito. “¿Cómo era posible que todo esto se hubiera ocultado durante cuatro décadas?”, se pregunta. Fue entonces cuando se dio cuenta de la magnitud del sufrimiento de su gente, así como de sus pérdidas: de negocios, casas y tierras, de libertad y dignidad.

Todas eran historias que no habían sido documentadas. “Nosotros, como comunidad, teníamos que escribir nuestra propia historia”, afirma Ochi.

Por fin, la verdad quedaba al descubierto, pero conseguir la reparación histórica también significaba luchar en los tribunales y en el Congreso. En un frente, un equipo de abogados estaba decidido a hacer caer la justificación legal de los campos de concentración.

Reabrieron el caso de Fred Korematsu, que en 1942, cuando comenzaron las redadas contra personas descendientes de japoneses, desafió las órdenes de los militares y se escondió hasta que al final fue detenido y juzgado. Su caso llegó al Tribunal Supremo, que confirmó la constitucionalidad de la encarcelación de estadounidenses japoneses en tiempos de guerra.

Pero cuatro décadas después, unos abogados encontraron documentos que demostraban que el Gobierno había mentido y ocultado pruebas sobre la supuesta amenaza militar que suponían los estadounidenses japoneses. La pena de Korematsu se anuló en 1983, lo que debilitó una de las principales objeciones al resarcimiento, que la encarcelación en tiempos de guerra había sido constitucional.

“Ese era el último argumento contra la reparación”, dice Don Tamaki, uno de los abogados del caso que recientemente participó en el grupo de trabajo para la reparación en California como el único miembro no negro. Sus propios padres estuvieron encarcelados en Topaz, Utah. “Teníamos una misión”, asegura Tamaki sobre el caso Korematsu. “Habíamos salido a reivindicar [justicia para] nuestras familias”, explica.

En otro frente, una comisión federal que estudió la encarcelación concluyó en 1983 que ésta fue el resultado de un “prejuicio racial, histeria bélica y un fallo en el liderazgo político”, lo que impulsó el caso más aún a favor de la reparación.

Norman Mineta, un congresista estadounidense japonés de San José que fue encarcelado de niño, fue uno de los impulsores de un nuevo proyecto de ley para la reparación histórica en el Congreso, y cientos de estadounidenses japoneses fueron en tropel a Washington DC para apoyarla. Urgía su aprobación: la comunidad de estadounidenses japoneses se quería asegurar de que los supervivientes ya ancianos recibieran su indemnización antes de morir.

Ochi, que voló a Washington para apoyar el proyecto de ley, recuerda caminar por el Capitolio repartiendo dosieres de prensa y presionando a los congresistas para convencerles. La mayoría de los grupos de comunicación generalistas ignoraban al movimiento, así que llamaba por teléfono a periódicos estadounidenses japoneses para ponerles al día de lo que iba sucediendo.

Justo antes de que el proyecto de ley se votara en el Congreso, llegó una delegación de 141 estadounidenses japoneses a Washington, recuerda Miya Iwataki, una de los organizadores de la NCRR. “Había jardineros, camioneros, médicos, abogados, estudiantes y profesores universitarios, veteranos, niños pequeños, madres, issei [la primera generación de inmigrantes]”, enumera.

El movimiento también era multirracial. Uno de los aliados clave a nivel legislativo fue Mervyn Dymally, un congresista negro de Los Ángeles, dice Iwataki. Le había conocido años antes, cuando ella acudió a una suerte de junta municipal en su distrito. Le habló para convencerle sobre el resarcimiento, él admitió que no conocía el movimiento pero le pidió que le contara más. Más adelante, el congresista acabó contratando a Iwataki como jefa de prensa.

Dymally, que presentó en 1982 un proyecto de ley diferente para la reparación histórica, había ayudado a la hora de facilitar el trabajo de nuevos grupos de presión llegados a Washington, cuenta Iwataki. Presentó a los activistas a otros congresistas, les consiguió reuniones, les dejó usar su despacho como sede central e, incluso, se encargó de que pudieran quedarse en casas del personal. Dymally presidía el Comité Negro del Congreso, por lo que este fue “de los primeros” que firmaron a favor de cualquier proyecto de ley de reparación, según Iwataki. Congresistas negros de California, incluido Ron Dellums, tuvieron un papel imprescindible.

Finalmente, siete años después de las primeras vistas de la comisión y 46 años después de que comenzaran las encarcelaciones, Ronald Reagan firmó la Ley de Libertades Civiles de 1988, que ofrecía una disculpa “por esas violaciones fundamentales de las libertades civiles básicas y de los derechos constitucionales” y creó un pequeño fondo para financiar la enseñanza de la historia y cheques por valor de 20.000 dólares a modo de reparación para los supervivientes aún con vida.

“A menudo la gente mira esa icónica foto del presidente Reagan firmando la Ley de Libertades Civiles, rodeado de congresistas radiantes, y piensan que eso representa el movimiento de resarcimiento y reparación”, lamenta Iwataki. “Pero no es así. Fue un movimiento, y un triunfo, por y de la gente”, aclara.

Fue una victoria con mayúsculas, pero el trabajo en la enseñanza y en el activismo no ha cesado nunca.

Ahora Iwataki dedica su tiempo a asuntos organizativos y a viajar por el país, asiste a conferencias sobre la reparación e intenta aprender todo cuanto puede sobre el movimiento para la reparación de personas negras, mientras trata de convencer a otros estadounidenses japoneses de que ellos también deberían apoyarlo.

Los estadounidenses japoneses tienen una larga trayectoria de solidaridad interracial en temas de justicia social, desde las protestas contra la guerra de Vietnam hasta el apoyo al movimiento anti-apartheid o la lucha contra la islamofobia tras el 11-S y el veto migratorio que Donald Trump impuso a países de mayoría musulmana y su política de separación familiar para migrantes.

“Los estadounidenses asiáticos reconocen que si no fuera por el movimiento por los derechos civiles… ¿dónde estaríamos?”, se pregunta Tamaki al explicar que la legislación que salió del movimiento también abrió las puertas a los estadounidenses asiáticos. “Seguramente, estaríamos donde estábamos tras las redadas”, reflexiona.

Tras la introducción de la AB3121, el proyecto de ley en California para crear un grupo de trabajo que estudie la posible reparación histórica para los ciudadanos negros, la veterana activista de la NCRR, Kathy Masaoka, ayudó a organizar a los estadounidenses japoneses para que llamaran a congresistas de ese estado y pedirles que votaran a favor del proyecto de ley.

La NCRR y el grupo Progresistas Nikkei también crearon un comité conjunto para empezar a estudiar las peticiones de afroamericanos, al igual que la propia historia de resarcimiento de la comunidad de estadounidenses japoneses.

Muchos activistas y grupos de la comunidad de estadounidenses japoneses también se han involucrado a nivel nacional testificando y escribiendo cartas en apoyo al HR40, el proyecto de ley federal para establecer una comisión que estudie las posibles reparaciones para los afroamericanos. Pero los activistas estadounidenses japoneses recalcan que siguen las directrices de los organizadores y grupos de la comunidad negra que trabajan en ello. “No queríamos decir ‘nosotros sabemos cómo hacerlo’”, asegura Masaoka.

Tamaki pasó dos años en el grupo de trabajo para la reparación en California, escuchando testimonios de expertos y las historias de ciudadanos que llevaban toda la vida en ese estado. La experiencia le ayudó a ver que la discriminación que sufrían los estadounidenses japoneses no era más que una subtrama en la amplia historia del racismo estadounidense.

Se acordó de Tanforan, un circuito de carreras de caballos en la bahía de San Francisco donde sus padres y otros estadounidenses japoneses estuvieron retenidos antes de los campos de concentración, que tenían baños y fuentes de agua separadas para blancos y personas no blancas. “Es muy ilustrativo sobre lo que comenzó como una patología contra los negros que atrapa a otros también”, señala. “De hecho, es unificador darse cuenta de que este juego afecta a todos”, opina.

Aunque los activistas estadounidenses japoneses son cautos al decir que no tienen ninguna lección específica que dar al movimiento por la reparación de las personas negras, dicen que su éxito hace 35 años puede ser motivo de optimismo, y eso que el éxito parecía estar muy lejos por entonces.

“Yo pensaba que no pasaría”, reconoce Ochi. “Eso no nos paró, porque sabíamos que hacíamos lo correcto”, indica.

Tamaki dice que, aunque hay “diferencias notables” entre el resarcimiento a favor de los estadounidenses japoneses y el movimiento actual para la reparación de los afroamericanos, ve paralelismos en la forma en la que ha cambiado la opinión pública. “Al principio la reacción de la gente en general era de ‘no’ y ‘ni hablar’”, cuenta sobre el resarcimiento de los estadounidenses japoneses. “Llevó 20 años cambiar la forma de pensar, pero cambió”, dice.

Ahora nos encontramos ante un creciente empuje, similar, sin precedentes, con la reparación de los afroamericanos. Destaca las más de 350 organizaciones que han firmado su adhesión a la reparación en California, al igual que otros esfuerzos similares en Illinois y Nueva Jersey para estudiar posibles reparaciones. ¿Es posible conseguir de nuevo la reparación? “Tengo esperanza”, afirma Tamaki.

Traducción de María Torrens Tillack



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