El PP es el único partido conocido que tiene tres grupos parlamentarios: en el Congreso, en el Senado y en el Poder Judicial. Y a diferencia de los otros dos, este último tiene la ventaja de que no depende de las elecciones: cuando el Partido Popular no tiene mayoría puede bloquearlo durante cinco años completos y seguir llamándose a sí mismo constitucionalista sin que pase nada. No hay noticias de que ninguno de los guardianes de la Carta Magna vaya a montar huelgas de hambre por eso. Muy al contrario, cuando, recién aterrizado de Galicia, Alberto Núñez Feijóo aceptó por fin acabar con esa anomalía democrática, esos otros poderes que tampoco se eligen en las urnas lo amenazaron con portadas, editoriales en diarios de papel y digitales y homilías radiofónicas.

«No se le trajo de Galicia para eso», llegó a decir Federico Jiménez Losantos, avisador oficial de las desventuras patrias. Conviene tenerlo en cuenta: estos últimos días viene advirtiendo de que el Papa quiere destruir «la nación». 

Tras pasarse cinco años con el mandato caducado, los vocales del Consejo General del Poder Judicial, el órgano al que corresponde la organización de los juzgados y tribunales, decidieron reunirse a principios de la semana pasada para manifestar su opinión (muy contraria) sobre una ley de amnistía de la que no conocían una sola palabra. Escribieron sobre el texto, que nadie conocía entonces: «supone la abolición del Estado de Derecho».  

Inciso: la composición de este órgano es la que salió de las elecciones que Mariano Rajoy ganó con mayoría absoluta en 2011. Ahí siguen 12 años después con sus sueldos privilegiados, sus dietas y sus viajes, aunque sin apenas funciones porque la mayoría de izquierdas en el Congreso cambió la ley para evitar que ese órgano siguiese haciendo nombramientos en los tribunales sin contar ya con la legitimidad que dan las urnas.

José María Aznar, expresidente del Gobierno y referente moral de la derecha más desacomplejada, había lanzado antes un mensaje de emergencia a esa mitad (escasa, conviene no olvidarlo) del país que votó a PP y Vox el 23 de julio: «El que pueda hacer, que haga». 

Solo unas horas más tarde, la Asociación Profesional de la Magistratura, la mayoritaria entre los jueces (si no contamos a la verdadera mayoría, que no pertenecen a ninguna), emitió otra nota pública donde decía que España está ante «el principio del fin de la democracia». Se refería esta asociación conservadora de jueces a la ley de amnistía que ninguno de sus afiliados pudo haber leído porque el texto solo lo conocían entonces los negociadores de PSOE y Junts, además de los de Esquerra, que le habían dado el visto bueno a una versión inicial la semana anterior.

¿Tiene una asociación de jueces derecho a criticar una reforma legal que supone el perdón para personas condenadas en los tribunales? Obviamente. 

¿Sería exigible que se la leyese antes si uno quiere mantener el respeto como juez y no parecer el secretario de organización del partido? Parece razonable, pero no ha pasado.

Tampoco hay prueba alguna de que alguien en esa asociación judicial, la mayoritaria de la carrera, haya protestado nunca por los posicionamientos de su presidenta, María Jesús del Barco, indistinguibles de los de cualquier portavoz que el PP saca cada día a anunciar el fin del mundo.

Todo eso había sucedido antes de que PSOE y Junts anunciasen su acuerdo político el pasado jueves. En él venían a decir que la ley de amnistía (el texto no se había presentado entonces) tendría en cuenta para futuras modificaciones las conclusiones que saque el Congreso de los Diputados en las comisiones ya acordadas para indagar sobre el espionaje a políticos independentistas (el llamado caso Pegasus) o la Operación Cataluña: la utilización del Ministerio del Interior y algunos fiscales para emprender una guerra sucia contra políticos nacionalistas catalanes en el Gobierno de Mariano Rajoy.

A día de hoy es indiscutible que ambos escándalos ocurrieron, se les llame ‘lawfare’ –la palabra que está en el acuerdo político pero que no figura en la ley– o se bauticen de otra forma. 

Es debatible que el Congreso de los Diputados pueda modificar leyes en virtud de lo que concluyan sus comisiones de investigación. Otra cosa es tratar de negar que, contra el independentismo y también contra Podemos, hubo policías, jueces y también periodistas que emprendieron una guerra sucia utilizando para ella mecanismos subterráneos del Estado. 

Si alguien necesita pistas puede repasar el sumario de la Operación Kitchen. Anticorrupción pide quince años de cárcel para Jorge Fernández Díaz, ministro del Interior y amigo íntimo de Mariano Rajoy, y para su su ‘número dos’, el secretario de Estado de Seguridad Francisco Martínez, por utilizar a policías para espiar a Bárcenas y eliminar pruebas de la corrupción del PP. 

Fernández Díaz fue el mismo ministro al que se le grabó con el responsable de la Agencia Antifraude de Cataluña tejiendo una campaña para desacreditar a líderes independentistas. En aquel audio, Fernández Díaz dejó una frase premonitoria: «La Fiscalía te lo afina». Se refería a la fabricación de informes policiales que luego eran remitidos al ministerio púbico y acababan publicados en medios de comunicación. Podemos puede dar buena fe de esas maniobras. 

También los independentistas. La palabra ‘lawfare’ puede gustar más o menos, pero negar a estas alturas que existió guerra sucia del Gobierno del PP contra sus rivales políticos y la utilización de policías, fiscales y jueces linda con el terraplanismo.

Lo sabe el Poder Ejecutivo, el Legislativo e incluso el Judicial, que ya ha dictado condenas por ello. ¿Qué fue si no la persecución del juez Alba para intentar acabar con la carrera política de Victoria Rosell, hoy delegada del Gobierno contra la Violencia de Género, hasta el punto de obligarla a renunciar a ir en las listas de Podemos por una denuncia sin fundamento? El muñidor de todo aquello, el juez Alba, está hoy en prisión tras haber sido condenado a seis años y medio de cárcel por conspirar contra Rosell. No hay recurso posible: lo certificó el Tribunal Supremo.

Por si faltase algo, las quejas de las asociaciones de jueces y fiscales se producen la semana en que un juez de la Audiencia Nacional, Manuel García Castellón, que debe sus mejores destinos y sueldos al Partido Popular, decidió irrumpir en las negociaciones de la investidura con un auto donde apuntaba al expresident de la Generalitat para imputarlo. Casi todo en su escrito era anómalo, empezando por las prisas de la Guardia Civil, que unos días antes había pedido un mes para elaborar el informe y lo entregó en unos cuantos días. Por no hablar del argumento del juez, que para justificar la investigación por terrorismo con muertos (media España sabía ya que PSOE y Junts negociaban en la amnistía perdonar aquellas causas que algunos jueces habían señalado como terrorismo pero en las que no había víctimas), decidió mezclar la muerte por infarto de un ciudadano francés en medio de las protestas de los CDR y Tsunami en el aeropuerto de El Prat en 2019.  

García Castellón se cuida mucho de decir que eso es terrorismo, pero pide que se investigue. En este punto se abren dos posibilidades (y solo hay dos) sobre la manera de obrar de este juez cercano al PP. ¿Conocía desde 2019 que podía haber un muerto por terrorismo en las protestas de El Prat y no lo investigó durante cuatro años? 

¿O se trata, como alegan sectores independentistas, de una nueva maniobra de ‘lawfare’ para impedir la constitución de una mayoría parlamentaria en el Congreso de los Diputados?

Ninguna de las dos hipótesis deja bien parado a García Castellón, que ya se distinguió por una más que discutible instrucción en supuestos casos de corrupción de Podemos que hicieron mucho ruido en la prensa y resultaron ser la nada. 

Hace solo unas semanas, el mismo García Castellón asistió a un acto público en Ourense organizado por el diario La Región donde se le preguntó por la amnistía. El juez que intenta imputar ahora a Puigdemont en una causa por terrorismo respondió así: «De forma directa no puedo contestar porque llevo asuntos relacionados y no puedo, por lo tanto, por un mínimo de prudencia. Como ciudadano puedo decir dos cosas. Uno, que en la Constitución está prohibida la esclavitud y sin embargo no es posible. Y dos, estos señores han dicho que en cuanto puedan van a volver a repetirlo. Por lo tanto, ¿será esta amnistía la primera de muchas otras?».

El recurso contra el auto con el que el juez pretende imputar a Puigdemont lo firma un fiscal poco sospechoso de complicidades izquierdistas y supone un varapalo con pocos precedentes en la Audiencia Nacional. Miguel Ángel Carballo, adscrito a la conservadora Asociación de Fiscales, alega que Castellón tergiversa, hace suposiciones y omite datos para imputar al expresident Carles Puigdemont. Lo pone por escrito en su recurso al juzgado un fiscal de perfil conservador, con muchos años de experiencia en la investigación del terrorismo en la Audiencia Nacional, el mismo que dictó la orden para detener a Puigdemont en 2017.

No sería la primera vez que jueces y fiscales se extralimitan en la causa del procés, donde algunos representantes de la judicatura han antepuesto un presunto deber patriótico a la aplicación estricta del Derecho, con los resultados conocidos. En el procés se han retorcido autos, se ha inhabilitado a políticos independentistas de forma preventiva sin sentencia judicial, gracias a una acusación de rebelión que luego se desmoronó en el Supremo, porque, como advirtieron muchos juristas desde el primer momento, la supuesta violencia estaba cogida con pinzas. 

Un lustro después de todo aquello se haría necesario recordar que el mayor favor patriótico que cabe esperar de esos jueces y fiscales, autoerigidos en salvadores del futuro de España, es aplicar la ley. Nada más que eso. Y nada menos.

Si se proclama (aunque últimamente no esté de moda) que España es una democracia ejemplar donde impera el Estado de Derecho sobrarían esos atajos y sobreactuaciones. 

Quienes estos días se rasgan las vestiduras cuando se habla del ‘lawfare’ no hicieron la mitad de ruido cuando el Partido Popular envió a sus senadores un SMS en el que decía que había que votar a Manuel Marchena como presidente del Consejo General del Poder Judicial porque así el partido se aseguraba «el control por la puerta de atrás» de la Sala Segunda del Tribunal Supremo (donde sigue Marchena). 

Entonces no hubo grandes alharacas. Como tampoco habrá comunicados para arremeter contra el PP después de que este mismo viernes su ‘número tres’, Miguel Tellado, dijese que el Constitucional es «un tribunal de parte».

Silencio total de esas asociaciones que ven injerencias intolerables por todas partes. Ni un solo reproche. Nada.

Y mientras todo esto sucede, el Consejo General del Poder Judicial, un órgano de gobierno que organiza la carrera y que hace nombramientos, continúa bloqueado. Las derechas que no han hecho nada para cumplir con su función constitucional, la política, la judicial y la mediática, tienen una solución más urgente que cumplir con el mandato constitucional: cambiar la ley para eliminar al Parlamento de la designación de miembros del CGPJ. Lo resumen con una frase que suena mejor: “que los jueces elijan a los jueces”. Que en realidad quiere decir: perpetuar para siempre el grupo parlamentario del PP en el Poder Judicial.



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