Inicio Política del 23 al 29 de enero de 1977

del 23 al 29 de enero de 1977



Invierno en Madrid hacia 1950 –parafraseo a Juan Benet–: una ciudad sucia, triste y fría. Como cada mañana, mi hermano Joaquín y yo nos dirigíamos al colegio Calasancio, de los escolapios –checa de Porlier, en la Guerra Civil– rompiendo los espejos de hielo de los innumerables baches de las aceras con nuestras botas Gorila. En la calle de Lista –hoy, José Ortega y Gasset; entonces, un demonio para el régimen nacionalcatólico–, casi esquina a la de Torrijos –hoy, calle del conde de Peñalver–, en un barrio más bien menestral del distrito de Salamanca, nos encontramos a mi compañero de curso Francisco Javier Sauquillo y a su hermana Paquita tratando de separar a su perra de la enérgica monta de un perro callejero –aún numerosos en aquel Madrid de interminable posguerra incivil–: inútilmente, como nuestra ayuda. Todos niños de entre 11 y 12 años, ignorábamos el mecanismo coital de los canes, que no se soltarían hasta que hubieran terminado por mucho que tiráramos de ellos.

Nos reencontramos años después con motivo de informaciones para Cambio 16 y Opinión de los conflictivos años laborales de finales de la dictadura y comienzo de la Transición democrática. Francisco Javier era abogado laboralista y militante del Partido Comunista de España (PCE) y de Comisiones Obreras (CCOO). Y 25 años después de aquel encuentro canino, que habíamos recordado entre risas, el 24 de enero de 1977 fue asesinado en su despacho profesional de la calle Atocha 55 por pistoleros falangistas del Sindicato Vertical del Transporte y del partido Fuerza Nueva del ultraderechista franquista Blas Piñar.

Buscaban a Joaquín Navarro, secretario general del Sindicato de Transportes de CCOO, cuyas exitosas convocatorias huelgas habían contribuido decisivamente a descuadernar la mafia franquista del transporte y, al no encontrarlo en el despacho, donde solía refugiarse cuando era amenazado, decidieron ejecutar a todos los presentes: nueve asesinatos, cinco consumados y cuatro frustrados, dijo la sentencia que condenó a José Fernández Cerrá y a Carlos García Juliá como ejecutores materiales de la matanza y a otro falangista, Francisco Albadalejo, secretario del Sindicato Vertical del Transporte Privado de Madrid, como inductor y encubridor.

Otro de los asesinos, Fernando Lerdo de Tejada, que había vigilado la puerta del despacho laboralista y cortado los cables del teléfono, no pudo ser juzgado: el juez instructor de la Audiencia Nacional, Rafael Gómez Chaparro, de desgraciada memoria, procedente del extinguido Tribunal de Orden Público, le dio un permiso carcelario para pasar la Semana Santa en su casa, lo que le permitió huir a Sudamérica.

Chaparro fue apartado de la instrucción –“más bien destrucción”, sostiene CCOO– del sumario, que ralentizaba y denegaba las declaraciones pedidas por los abogados de la acusación –lo mejor de cada casa: Blas Piñar, presidente de Fuerza Nueva, Mariano Sánchez Covisa, dirigente de los Guerrilleros de Cristo Rey, y el torturador ‘Billy el Niño’, el inspector José Antonio González Pacheco, segundo del brutal comisario Roberto Conesa de la Brigada Político-Social–.

En marzo de 1984, el diario romano Il Messaggero reveló que el neofascista italiano Carlo Cicuttini había participado en la matanza, información confirmada en 1990 por un informe oficial italiano del gobierno italiano: Cicuttini había escapado a España tras el asesinato de cuatro carabinieri, donde había sido acogido y protegido por las tramas clandestinas franquistas y continuado sus fechorías criminales.

La trágica Semana Negra de Madrid

Ese 24 de enero de 1977 fue un día maldito de una semana trágica, la Semana Negra, de un mes execrable, que parecía un diseño malévolo de la extrema derecha y el búnker del régimen para provocar una asonada militar.

Por la mañana, terroristas de los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO) secuestraron al jefe del Estado Mayor del Ejército, el general Emilio Villaescusa. La víspera, dos matones parapoliciales asesinaron al estudiante Arturo Ruiz, de 19 años, durante una manifestación proamnistía: el argentino Jorge Cesarsky, un asesino de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) refugiado y protegido en España como colaborador del Servicio de Coordinación, Organización y Enlace (SCOE) –un grupo policial paralelo a las órdenes del coronel Eduardo Blanco, director general de Seguridad, muy ligado a Fuerza Nueva– y un matón de los Guerrilleros de Cristo Rey, José Ignacio Fernández Guaza, alias ‘El Posturas’, que huyó de España gracias a sus relaciones con la Guardia Civil, con cuyos servicios de información colaboraba.

Ese 24 de enero, en la manifestación madrileña por el asesinato de Arturo Ruiz, la estudiante María Luz Nájera murió por el impacto de un bote de humo lanzado por los antidisturbios. Por la noche, la matanza de Atocha.

El mes, que había comenzado con el asesinato por ETA del inspector de policía Félix Ayuso, el día 11 en Madrid, terminó el 28 de enero con tres asesinatos de la banda de los GRAPO de dos policías, Fernando Sánchez y José María Martínez, y el guardia civil José María Lozano en sendas sucursales bancarias donde hacían guardia a causa de una ola de atracos a esas entidades.

Unos directamente –por ver amenazado su poder omnímodo durante la dictadura– y otros de manera indirecta –por lo de ‘agudizar las contradicciones’, que se decía por entonces– buscaban un pronunciamiento militar que impidiera el proceso democratizador: “Los terroristas consiguieron exactamente lo contrario (…) levantó una oleada de solidaridad con el Partido Comunista que dio, por su parte, pruebas de disciplina y contención”, escribió el historiador Santos Juliá.

La prensa ejerció de abanderada de la democracia, ya venía siendo el ‘Parlamento de papel’ más representativo que las caricaturescas Cortes de la dictadura. Por primera vez en la historia de la prensa española –a lo que se me alcanza– y a iniciativa –creo– de Juan Tomás de Salas, el esclarecido editor del Grupo 16, los diarios que se denominaban de difusión nacional, publicaron el 29 de enero un editorial conjunto –incluso lo hizo el progolpista El Alcázar– de condena del terrorismo y en apoyo del proceso democratizador.

“Por la unidad de todos”

“En estos momentos de crisis nacional, cuando fuerzas poderosas amenazan a la esencia misma del Estado y tratan de usurpar por la violencia el mandato popular en favor de la democracia y la paz, la prensa considera que es su obligación hacer un llamamiento a la unidad de todos, sin exclusiones. El derecho de un pueblo a decidir libremente su destino colectivo no puede ser impedido por la violencia y el crimen organizado (…) El terror no tiene ideología (…) Quienes han puesto en marcha esta maquinación son los enemigos de todos, son los enemigos del pueblo español. Su designio es patente: tratan de impedir que se establezcan las fórmulas civiles de convivencia libre y ordenada a que los españoles tienen derecho. Ante este reto, todas las fuerzas políticas y sociales están obligadas a hacer un frente común y, dejando a un lado sus diferencias, proclamar su decisión de continuar hasta el final el camino hacia la democracia a través de unas elecciones libres (…) Está en juego el ser o no ser de la democracia en España y el futuro de nuestro país como sociedad pluralista y libre”.

El día 26 despedimos a Francisco Javier Sauquillo y sus compañeros asesinados en una multitudinaria y serena manifestación. Millones de trabajadores de toda España observaron una jornada de luto, de paro. Madrid, capital del dolor –“Madrid, ciudad habitual de los que sufrieron/ de este terrible bien que niega ser ejemplo”, había escrito el poeta francés Paul Eluard en 1938–, fue un mar de más de 200.000 puños alzados en un impresionante silencio, apenas roto por algunos aplausos al paso de los féretros, desde el Palacio de Justicia hasta el Cementerio de la Almudena. Las férreas consignas y el servicio de orden del PCE y de CCOO evitaron el mínimo incidente, incluso gritos. Una exhibición de fuerza controlada que impulsó la legalización del PCE el 9 abril siguiente, el llamado ‘sábado santo rojo’.

La “mujer de las tres muertes” en enero

Mientras el féretro de Francisco Javier recorría Madrid, su mujer, María Dolores González Ruiz, abogada laboralista de Atocha 55, superviviente de la matanza, se debatía contra la muerte en el Hospital 12 de Octubre: había perdido al hijo que esperaba, un tiro le había destrozado la mandíbula y otro, mortal, había sido interceptado por la espalda de su marido, que, agonizante, la protegió con su cuerpo.

Era la segunda muerte de Lola González: ocho años y siete días antes había sido asesinado por la policía franquista su novio, el estudiante Enrique Ruano, un joven militante del Felipe (Frente de Liberación Popular).

Tras haber sido detenido, en un registro domiciliario de su casa el 17 de enero de 1969, fue tiroteado y arrojado por una ventana por tres policías de la odiosa Brigada de Investigación Social, conocida como Brigada Político-Social, que, algunos ‘siglos’ después, el 19 de julio de 1996, fueron absueltos por la socorrida “falta de pruebas”, aunque, para no pringarse del todo con asunto tan repugnante, la sentencia añadía sin rubor que “no es posible admitir sin dudas razonables la versión oficial del suicidio”.

De aquel tribunal hay que salvar la gallardía, no obstante contenida e insuficiente, de la magistrada María José de la Vega Llanes, cuyo voto particular estimaba que Ruano fue asesinado de un disparo, aunque, al no haberse podido establecer cuál de los procesados fue el asesino material, estimaba que debían ser absueltos los tres. Gallardía que, por lo visto, no daba para la lógica: condenar a los tres criminales como coautores, cómplices, colaboradores necesarios y/o encubridores.

Para más injusto inri, al cadáver del desventurado estudiante se le había serrado el trozo de clavícula, justo donde había recibido un disparo antes de tirarlo por la ventana. De todo ello, tampoco nadie fue responsable. Pero, cómo estaría de claro el caso que tanto el fiscal como el abogado del Estado, que, cuando se celebró el juicio, ¡en julio de 1996!, solicitaron, como de oficio, la absolución de los procesados –dijeron que los hechos, ¡no eran constitutivos de delito!– y, alternativamente, la aplicación de la amnistía decretada en 1977.

Años después, el Tribunal Supremo trató de limpiar un poco el baldón judicial y absolvió a Francisco Umbral por intromisión ilegítima en el honor y la intimidad del exdirector del diario ABC, Torcuato Luca de Tena, anulando una condena de la misma Audiencia Provincial que había absuelto a los policías por haber acusado a Luca de cometer “el crimen literario” con Ruano. Pues, en efecto, cuando dirigía ABC en la fecha del crimen, él trató de justificarlo publicando el diario personal del joven, confiscado por los responsables, como mínimo, de la custodia de la vida del detenido y entregado por sus superiores al periódico, que, en un baldón profesional competidor del judicial, seleccionó las páginas en las que el chico se confesaba a sí mismo sus angustias por sus dudas sexuales y la depresión que le producía su indecisión, a fin de apuntalar la vergonzosa versión del suicidio a la que se aferraban policía, gobierno y magistratura franquistas.

Fue tal la ira ciudadana y estudiantil –“El horror de aquel crimen que marcó a mi generación”, escribió Gabriel Albiac– que Franco decretó el estado de excepción en toda España, con el añadido de una Orden Ministerial del de Gobernación de Camilo Alonso Vega (‘Camulo’ para los estudiantes) que restablecía la censura previa: “Las publicaciones que se editen en territorio nacional (…) quedan sometidas a la previa censura de todo su contenido”. La censura había sido abolida por la ley de Prensa de 1966, de la que Miguel Delibes, director de El Norte de Castilla, decía: “Antes te obligaban a escribir lo que no sentías, ahora se conforman con prohibirte que escribas lo que sientes. Algo hemos ganado”.

Acerca de Ruano, Francisco Umbral escribió: “Pero el crimen literario lo perpetró don Torcuato Luca de Tena, novelista de éxito entre las marquesas, explicando en un artículo que había tenido acceso a los diarios íntimos de Enrique y que el chico era maricón, como diciendo que daba igual matarle o dejar que se matase; que era material de desecho, carnaza del patio de caballos, despojo adolescente que está mejor muerto”. El Tribunal Supremo se desembarazó de la querella de Luca con maneras salomónicas: “Por muy fuertes que suenen las expresiones que se utilizan, responden a un fondo de veracidad, en el que la acusación más grave es la de ‘crimen literario’, que, obviamente, por ser ‘literario’ no es un crimen (…) Estos escarceos responden, en muchas ocasiones, a piques o rivalidades entre autores”.

Lola González no supo nada del asesinato de su novio, por estar encarcelada. Y, por estar en coma, tampoco supo del asesinato de su marido. Ni del suicidio de su tercera pareja, José María Zaera, que se administró una sobredosis de medicamentos tras morir Lola, el 27 de enero de 2015, a los 68 años, en su domicilio madrileño, a causa de un cáncer terminal. “No se podía vivir sin Lola”, lamentó y comprendió un amigo de su juventud leonesa.

Los asesinos fugados e impunes están entre nosotros

En estos tiempos donde se exige, con toda razón, que los restos del naufragio de la banda etarra aclaren los 379 crímenes de ETA aún sin resolver, hemos de exigir, con la misma razón, que se desvelen los autores y cómplices de los crímenes de la dictadura y la transición también aún sin resolver.

Ayer, como quien dice, el 28 de julio de 2023, la Sección Primera de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional rechazó la reapertura del sumario por el asesinato de Arturo Ruiz, tanto por haber prescrito el crimen del fugado durante años Fernández Guaza como por no ser aplicable la Ley de Memoria Democrática al “no estar acreditado que la muerte del hermano de los recurrentes fuera una actuación terrorista (…) imprescriptible” ni tampoco “que dicha muerte fuera debida o como consecuencia de la dictadura franquista”.

Firmaron el despropósito los magistrados Vieira Morante y Gutiérrez Gómez; el tercer magistrado, De Prada Solaesa, emitió un contundente voto particular que dejaba en mantillas los supuestos razonamientos de los otros dos: el asesinato de Arturo Ruiz fue una “violación de las normas internacionales de derechos humanos y del derecho internacional humanitario” y, por tanto, plenamente aplicable la Ley de Memoria Democrática (…), que declara “imprescriptibles y no amnistiables” tales delitos.

Y ahí los tenemos, asesinos fugados e impunes, entre nosotros. Como otro criminal huido de aquella Semana Negra de Madrid, el Lerdo de Tejada, que se presentó a las elecciones municipales en Euskadi del 28 de mayo de 2023 en la lista/tonta de Falange Española. El primero, beneficiado por la amnistía por la que se manifestaba su víctima; el segundo, beneficiado por el estado de derecho por el que trabajaban sus víctimas.

La Justicia no hará justicia a los, digamos mártires para entendernos. Confiemos en la europea, porque en la divina… Mientras, la gente de bien –exactamente la contraria de la que predican Feijóo, Ayuso et alii– les debemos recordarlos, reivindicarlos, admirarlos.



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